1949. Carlos está
en una pensión en algún lugar del Norte. Tiene diecisiete
años y lleva apenas uno con su padre en el coro de la compañía
de zarzuela Los Ases Líricos. La madre ha quedado en Madrid
y, por si no le sale trabajo como violinista, de tanto en tanto
el cabeza de familia le envía un giro.
Carlos suele amanecer a mediodía, porque aún no está
acostumbrado a trasnochar, pero ese día, por lo que sea,
se levanta antes que los demás. Cuando va a salir a desayunar,
en una consola, junto a la puerta, se encuentra con una carta urgente
dirigida a su padre. Duda un instante, pero decide echársela
al bolsillo. Más tarde se la entregará, que si no
a lo mejor no repara en ella.
Pero, como en los cuentos, por el camino se le olvida. Durante veinticuatro
horas el sobre duerme en su bolsillo, hasta que al día siguiente,
tomando unos vinitos, Carlos va a sacar su paquete de Ideales y
tropieza con él. Aturdido por su olvido, no sabe qué
hacer. Si su madre se ha gastado el dinero en el sello de urgencia
es que el asunto lo merecía. Él podía haber
dejado la carta en la pensión y su padre la habría
encontrado y hubiera sabido qué hacer. El dilema de Carlos
deja chico al del príncipe de Dinamarca. El conflicto se
resuelve porque el progenitor, acodado en la barra, ha visto el
sobre.
-¿Qué escondes ahí? -pregunta.
Carlos no se atreve a contestar: alarga la mano con la carta. Su
padre estudia con parsimonia el envoltorio. Contempla el rótulo
de urgente y lee y relee la fecha de expedición. Estudia
el remite. Finalmente se lo guarda.
-Total, ya la leeré mañana.
La vida de Carlos entera es como esa carta urgente cuya lectura
se aplaza. Olvidas el sobre en el bolsillo y el día en que
te lo encuentras, piensas: ya, para qué...
A quien quisiera escucharle Carlos le contaba que había
hecho ciento cincuenta zarzuelas y otras tantas comedias y dramas
y aún, una centena más de películas. De propina,
había compuesto cuatro canciones a lo largo de cincuenta
y cinco años.
Para desentrañar las leyes aritméticas que se esconden
detrás de esos guarismos esotéricos en cuya ordenación
conveniente se cifraba su vida sólo hay que verle en alguna
de sus interpretaciones cinematográficas. En cada una de
sus escenas –y muchas veces sólo toca a una por película-
se trasluce su paso por compañías de teatro itinerante
actuando en plazas y salones, sus temporadas de teatro de carpa,
las jornadas como figurante y las pequeñas partes memorizadas
de una separata.
Su padre fue quien le dio la única lección que recibió
para enfrentarse al oficio de comediante: “Hazte cuenta, hijo
mío, que el escenario es tu casa”. Y de teatro en teatro
aprendió Carlos no sólo el oficio sino también
la vida. En tablados y platós se forjó su figura menuda,
la mirada huidiza, los gestos de bailarín excéntrico,
la última frase siempre en suspenso, como un calderón...
También la destreza para el morcilleo.
Presumía de haberse aprendido el don Latino de LUCES DE BOHEMIA
en tres horas. Hacía alarde de memoria recordando su diatriba
con los modernistas. Al chico de la taberna de Pica Lagartos le
reprendía al servir el vino:
-Saca por lo menos un boquerón, ¿no?
Una “morcillita” para redondear el texto de Valle Inclán.
Pero es que Carlos conocía mejor que nadie las luces y sombras
de la bohemia de ese Madrid “absurdo, brillante y hambriento”. |